sábado, 15 de enero de 2011

¿Quién es este Jesús?

Título de la foto (Fano): "Es mi hijo, un trocito de mí que está con vosotros"
Domingo II Tº Ordinario. Ciclo A
Is 49,3.5-6; Sal 39,2.4ab.7-8a.8b-9.10; 1Cor 1,1-3; Jn 1,29-34

Todo el mundo sabe lo que es la publicidad. Vamos por la carretera o por las calles de nuestras ciudades y las vallas publicitarias nos dicen qué es lo que tenemos que comprar: los coches, las casas, los electrodomésticos o los servicios que necesitamos para ser felices. La radio, la televisión, los periódicos están llenos también de publicidad. Parece que todo el mundo se empeña en decirnos lo que nos hace falta, lo que necesitamos, aquello sin lo cual nuestra vida carecerá de sentido, será más triste o, sencillamente, no podremos tener la vida que nos gustaría.

Pero hay campañas publicitarias que lo único que pretenden es sembrar en nosotros la intriga. No dicen directamente qué es lo que nos ofrecen. Ahora recuerdo la publicidad que se hizo hace unos años en un periódico de una ciudad. Anunciaba que en unos pocos días se iba a desvelar el secreto que cambiaría la vida de la ciudad. La intriga e inquietud sembrada era tal que hasta los políticos se sintieron afectados. Pensaron que quizá iba a haber una revuelta popular o que se iba a presentar un nuevo partido político. Al final todo quedó en nada. Lo que se anunciaba era la publicación de un libro que contaba la historia de la ciudad. Pero la campaña consiguió su objetivo: sembrar la intriga entre los habitantes de la ciudad y provocar en todos el deseo de conocer qué era lo que se anunciaba.

Las lecturas anuncian a Jesús

Las lecturas de este domingo tienen algo de parecido con una campaña publicitaria como las que hemos comentado. Parece que habiendo terminado el tiempo de Navidad y teniendo todo el año por delante, las lecturas nos invitasen a preguntarnos –en lugar de darnos respuestas– por quién es ese Jesús del que tanto se habla.

De hecho Jesús no aparece en el Evangelio. Es Juan, el Bautista, el que habla de él. Dice que es el que quita el pecado del mundo, que ha visto como sobre él bajaba el Espíritu de Dios, que será el que nos bautice con el Espíritu Santo y que es el Hijo de Dios. Juan da testimonio de Jesús y, haciéndolo, provoca en nosotros el deseo de conocerlo, de acercarnos a él, de escuchar sus palabras. Aunque nada más sea por mera curiosidad, valdría la pena estar atentos a ese Jesús que nació pobre en un pesebre, que camina por nuestras calles. Se le encontrará lejos del Templo y de los centros de poder, y cerca de los pobres, los enfermos, los oprimidos, los pecadores... Pero, sorprendente, de él se dice que es el Hijo de Dios y que nos trae la salvación.

La primera lectura, siempre en consonancia con el Evangelio, anuncia también la figura del siervo. Su misión consistirá no sólo en reunir a las tribus de Israel. Será la luz de las naciones para que la salvación de Dios alcance hasta los confines del mundo. Hasta la segunda lectura dice poco y anuncia mucho. Son los primeros versículos de la primera carta de Pablo a los corintios. Pablo saluda a sus lectores y les desea la gracia y la paz de parte de Dios, el Padre de todos y del Señor Jesucristo. Es decir, Jesús es el que nos trae la gracia y la paz de Dios.

Un año para conocer a Jesús

En este domingo comienza en la práctica el tiempo ordinario. Vamos a ir escuchando domingo tras domingo el relato de las acciones y palabras de Jesús. Le vamos a ver curando a los enfermos, le vamos a escuchar las parábolas, le oiremos anunciar el reino de Dios, le veremos hablando con sus discípulos, enseñándoles a rezar, caminando hacia Jerusalén, discutiendo con los escribas y los fariseos... Poco a poco se nos dará la oportunidad de descubrir y conocer a fondo la figura de Jesús. Entraremos en contacto con él no por lo que nos diga Juan el Bautista o el profeta Isaías o el mismo Pablo sino porque nos encontraremos directamente con Jesús, escucharemos su palabra y le veremos actuar.

El año litúrgico no da la oportunidad de conocer directamente a Jesús, de dejar que su palabra llegue al fondo de nuestro corazón. Y de confrontar con el Evangelio nuestra vida. ¿Dónde se situó Jesús? ¿Qué hizo? ¿Cómo trato a los que se cruzaban en su camino? ¿Dónde nos situamos nosotros? ¿Qué hacemos? ¿Cómo tratamos a los que se cruzan en nuestro camino? Estas preguntas y muchas otras irán surgiendo al paso de las semanas. Ahora no es tiempo todavía de buscar las respuestas. Basta con abrir los ojos y estar muy atentos a Jesús. Ya no es el niño que contemplamos en Navidad. Ha crecido y vale la pena escucharle y seguirle.

Fernando Torres Pérez cmf

sábado, 8 de enero de 2011

Este es mi hijo, el amado

Título de la foto (Fano): "Que Jesús sea la estrella que oriente al mundo, sigámosle"
Domingo Bautismo del Señor. Ciclo A
Is 42,1-4.6-7; Sal 28,1a.2.3ac-4.3b.9b-10; Hch 10,34-38; Mt 3,13-17

Hay momentos en la vida de las personas que marcan un antes y un después. Pueden ser puntuales, pueden ser procesos en el tiempo, pero no hay vuelta atrás. Se pueden poner muchos ejemplos: cuando un joven se pone a trabajar por primera vez o cuando comienza sus estudios en la universidad –eso implica muchas veces el abandono de la casa familiar– o cuando entra en un noviciado porque quiere ingresar en una congregación religiosa. Incluso en el caso de que se pierda el trabajo, de que se deje la universidad o de que se abandone la congregación religiosa, nada vuelve a ser como antes.

El Bautismo de Jesús que hoy celebramos como broche y punto final del tiempo de Navidad viene a ser algo así. Los Evangelios lo sitúan como el gozne que se sitúa entre un antes –un periodo de tiempo del que desconocemos casi todo de la vida de Jesús– y el después –otro tiempo del que tenemos abundante información a través de los Evangelios y que culminará con su muerte en la cruz y la confesión de fe en su resurrección–. El tiempo antes del Bautismo suponemos que fue vivido con su familia en la evolución normal de cualquier niño-chico-joven-adulto de aquel tiempo. Según la tradición Jesús muere en la cruz con 33 años. Si le restamos los tres años de la vida pública que relatan –más o menos– los Evangelios, se podría decir que se bautizó a los 30 años. Eso nos habla de mucho tiempo de vida “normal”, “ordinaria”.

Jesús en busca de sentido

Pero algo debió suceder para que Jesús se acercase a Juan y le pidiese que le bautizase. Ese algo fue sin duda parte de un proceso en el que Jesús toma conciencia de su misión. Desde nuestra fe confesamos que Jesús era Dios pero también que era plenamente hombre. Por tanto, debió pasar por los procesos ordinarios de reflexión y discernimiento hasta darse cuenta de que su vocación, su llamada, no era a pasarse la vida repitiendo lo mismo que había hecho su padre, José. Lo suyo no era ser artesano. En ese momento Jesús descubre su vocación y se redescubre a sí mismo. Su experiencia de sentirse Hijo le lleva a darse cuenta de que su misión consiste en anunciar a todo el mundo la buena nueva de la salvación.

Si ese proceso fue largo o corto en el tiempo, no nos importa mucho. Los evangelistas lo condensan en este momento del Bautismo con la imagen de la paloma que simboliza al Espíritu de Dios y con las palabras del cielo: “Este es mi hijo, el amado, mi predilecto.”

Más importante que imaginar a Jesús acercándose a Juan para pedirle el bautismo o imaginar la paloma del Espíritu posándose sobre su cabeza, es reflexionar sobre la misión recién asumida por Jesús. Es una misión que le lleva a dejar todo y a comenzar una vida nueva. Familia, trabajo, amigos, todo queda atrás. En adelante su madre y sus hermanos serán los que escuchan la Palabra de Dios. Su familia serán todos los hombres y mujeres porque todos son amados por Dios. La familia es la familia del Reino. Comienza un mundo nuevo.

Una misión que llena su vida

El libro de Isaías nos da las claves desde las que los evangelistas interpretaron la misión de Jesús. Será el mesías esperado pero no de la forma ni con el estilo que lo esperaban los israelitas de su tiempo. No viene a imponerse con un ejército. No trae la liberación política –aunque su mensaje tiene increíbles consecuencias políticas–. No invade las conciencias. El mensaje de la buena nueva es un mensaje amable, que respeta a las personas y su libertad. Se dirige de una manera especial a los que sufren, a los marginados, a los que están sometidos a la injusticia. El mensaje del reino promete la libertad y la plenitud de la vida en el marco de la familia de Dios. Es luz para los ciegos, libertad para los cautivos. Es justicia para todos. Y siempre atento al detalle y a lo que cada persona necesita: “la caña cascada no la quebrará.” Lo suyo es sanar, no matar. Curar, no herir. Dar vida, no condenar. Lo suyo es salvar, reconciliar, perdonar, dar esperanza. El que tenga oídos para oír que oiga.

Quizá por eso, años después, cuando Pedro proclama la buena nueva a los judíos y les tiene que hablar de Jesús, les dice que estaba “ungido por Dios con la fuera del Espíritu” y que “pasó haciendo el bien... porque Dios estaba con él”. Hacer el bien, curar, son los signos que ofrece Pedro a su auditorio para demostrar que Jesús era la viva presencia de Dios entre nosotros.

El Bautismo marcó un antes y un después en la vida de Jesús. A partir de él “pasó haciendo el bien”. Ese debería ser el principal distintivo por el que se nos debería conocer a sus discípulos. Como Jesús nos hemos bautizado, el Espíritu se ha posado sobre nosotros. Ahora nos queda vivir como Jesús: haciendo el bien y curando de todo dolor a los que nos encontramos en nuestro camino. Así verán que Dios está con nosotros.

Fernando Torres Pérez cmf

sábado, 1 de enero de 2011

Hemos contemplado su gloria

Título de la foto (Fano): "Que todo el año nos alimentemos de las uvas de la vid verdadera"
Domingo II Después de Navidad. Ciclo A
Ec 24,1-2.8-12; Sal 147,12-13.14-15.19-20; Ef 1,3-6.15-18; Jn 1,1-18

Hay que darle muchas vueltas a la Navidad para llegar a entender algo, poco realmente. Y más para que el misterio llegue realmente a donde tiene que llegar: al corazón de cada uno, al centro de nuestra vida, allá donde se generan las energías más vitales, las motivaciones más profundas. Quizá sea esa la razón por la que la liturgia repite hoy el mismo Evangelio del día de Navidad.

Toca el prólogo del Evangelio de Juan. Es un texto lleno de paradojas sobre todo si tenemos en cuenta la realidad de lo ocurrido. Fijémonos en una de sus frases centrales: “Y la Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria: gloria propia del Hijo único del Padre, lleno de gracia y de verdad.”

Y ahora volvamos la vista al portal de Belén, al pesebre, a aquella doncella que acaba de dar a luz a un niño con la única ayuda de su marido. Están rodeados de pobreza y miseria –lo habitual de aquellos tiempos para la mayoría–. Están en compañía de animales. Nadie les ha querido dar posada. El momento no es feliz ni glorioso. Por mucho que a la hora de “hacer el Belén” todo nos parezca romántico y pongamos lucecitas alrededor. Pasa como en algunas películas, que están muy bien para verlas pero no para vivir realmente esas experiencias. Aquí es lo mismo. El Belén es muy bonito puesto en la entrada de la casa familiar o en una esquina de la iglesia. Pero la realidad tuvo que ser un poco más desabrida.

¿Qué gloria?

Pues bien, ahí, precisamente ahí, es donde nos dice Juan que “hemos contemplado su gloria.” A nosotros lo de la gloria nos cuesta verlo ahí. La gloria están en las ceremonias solemnes, en las multitudes que aclaman, en las grandes liturgias –tanto religiosas como políticas o deportivas–, en el lujo, la ostentación, el poder. Nada, absolutamente nada de eso se encuentra en la escena del nacimiento de Jesús, tal como nos lo narran los evangelios. Y sin embargo, ahí es donde contemplamos su gloria.Pues bien, ahí, precisamente ahí, es donde nos dice Juan que “hemos contemplado su gloria.” A nosotros lo de la gloria nos cuesta verlo ahí. La gloria están en las ceremonias solemnes, en las multitudes que aclaman, en las grandes liturgias –tanto religiosas como políticas o deportivas–, en el lujo, la ostentación, el poder. Nada, absolutamente nada de eso se encuentra en la escena del nacimiento de Jesús, tal como nos lo narran los evangelios. Y sin embargo, ahí es donde contemplamos su gloria.

El nacimiento de Jesús es sorprendente. Sobre todo si decimos que el que nace es Hijo de Dios. Pero lo que más sorprende es quizá el modo como nace. Lo sorprendente no es que Dios nos venga a hacer una visita a la tierra. Lo que nos saca realmente de nuestras casillas, nos deja sin palabras, confundidos y perturbados, es el modo, la manera como se encarna. Y que sea ahí, en la miseria, la pobreza, la debilidad, la fragilidad, donde se manifiesta la gloria de Dios.

Eso nos saca de nuestras casillas porque resulta que Dios es muy diferente a todo lo que habíamos imaginado. Y a todo lo que seguimos pensando e imaginando. ¿Qué tiene que ver el portal de Belén y lo que allí sucedió con las liturgias que nos encanta hacer en nuestras catedrales y en nuestras parroquias? ¿Dónde está el incienso, las posturas litúrgicas, los cantos solemnes, las oraciones rimbombantes, las teologías profundas? No hay nada de eso. Apenas un niño recién nacido, con toda su belleza ciertamente, pero también con su fragilidad, con su debilidad, con su impotencia. Esa es la gloria de Dios. Ese es Dios. Cualquier cosa menos todopoderoso.

La gloria de Dios, no la nuestra

Si pensamos bien este misterio de la encarnación, tendríamos que cambiar nuestra forma de pensar. Y, más importante aún, nuestra forma de relacionarnos con Dios. Y, por supuesto, como corolario natural, nuestra forma de relacionarnos con nosotros mismos y con nuestros hermanos y hermanas. Si verdaderamente hemos comprendido lo que es la gloria de Dios, la gloria del hijo, lleno de gracia y verdad, entonces deberíamos buscar esa gloria allá donde él la quiso poner y manifestar. Y no donde a nosotros nos gustaría que estuviese o donde pensamos que estuvo o que debería estar.

La gloria de Dios está en los indocumentados, en los enfermos abandonados, en los refugiados, en los niños maltratados, en las mujeres violadas y asesinadas, en los injustamente encarcelados, en las multitudes que viven en la miseria, en los desempleados sin ayuda, en los que duermen en las calles, en los alcohólicos, en los drogadictos... La gloria de Dios está ahí mucho más que en las catedrales y en las solemnes liturgias. Dios, naciendo en Belén y de la forma como lo hizo, rompe nuestros esquemas, nos saca de nuestras casillas de tal manera que hasta el día de hoy, cuando han pasado más de dos mil años, todavía no hemos podido asimilar de verdad lo que significa.

Por eso, conviene que meditemos una y otra vez sobre estos textos. Por eso nos conviene seguir celebrando la Navidad un año tras otro. Algún día lo entenderemos. Y lo sentiremos en el corazón. No hay que desesperar.

Fernando Torres Pérez cmf