sábado, 6 de noviembre de 2010

Testigos de la esperanza

Título de la foto (Fano): "Para Dios todos estamos vivos"
Domingo XXXII T. Ordinario. Ciclo C
2Mac 7,1-2.9-14; Sal 16,1.5-6.8.15; 2Ts 2,16–3,5; Lc 20,27-38

Uno de los anuncios que salen en internet mientras que se navega de página en página me proponía que me pusiese en contacto con Allan. El tal Allan dice de sí mismo que es tarotista, vidente, espiritista, palero y santero. Asegura la solución a todos los problemas, el conocimiento del futuro y la posibilidad de disfrutar de una vida estable y feliz. Me pregunto qué hubiera dicho Allan si aquellos saduceos le hubiesen hecho la pregunta que en el evangelio de hoy le hacen a Jesús sobre los siete hermanos casados con la misma mujer.

La realidad es que a todos nos gustaría poder controlar el futuro. El futuro inmediato y el futuro más lejano sobre el que siempre se cierne, como una amenaza, la muerte. La realidad es que no tenemos ni idea. Nadie ha vuelto para contarnos lo que allí sucede, lo que hay más allá. Pero dentro de nosotros tenemos una fuerza, un sentimiento, que nos hace pensar que no se puede terminar todo aquí, que debe haber algo después de la muerte. Si Dios es verdaderamente Dios, no puede dejar que nuestra vida caiga en el vacío. Si el Dios-Abbá, el Padre, de que nos habló Jesús es algo más que una imaginación no puede ser que la muerte, la desaparición definitiva, sea la única perspectiva que tenemos por delante.

Un futuro desconocido e incierto

La cuestión ha estado presente en todas las culturas y en todas las épocas. Se ha expresado sobre todo en la relación con los difuntos. De una o de otra manera, esa relación ha existido y expresa que hay una cierta fe, una cierta creencia en que los que han muerto, aunque no están con nosotros, están vivos. De otra manera. En otro lugar. Pero vivos. El problema es que nos gustaría saber, nos gustaría estar seguros, desearíamos controlar. Y no podemos. Ni a través de la ciencia ni de esas otras maneras que nos proponía Allan.

Jesús nos propone otro camino. Es el de la confianza. Jesús tiene una profunda experiencia de Dios. Es su Abbá, su Padre, su Papá. Se siente Hijo porque Dios forma parte de su experiencia más profunda y cotidiana. Se siente enviado a anunciar la buena nueva: que Dios es padre de todos, que quiere la vida de todas sus criaturas, que es amor, que desea que ese amor llegue a todos, que no hace excepciones entre sus hijos, que acoge a todos y especialmente a los que más sufren, a los marginados, a los que les ha tocado la peor parte en este mundo. Para Jesús Dios no es un controlador ni un legislador, ni un juez exigente y dispuesto a condenar, sino un padre amable, capaz de perdonar, de reconciliar, dispuesto a salvar y sanar y curar a los heridos por la vida.

Confiar en el Dios de la Vida

Por eso, a pesar de lo difícil que es enfrentarse a la propia muerte, Jesús morirá poniendo su confianza en Dios. Por eso, Jesús es capaz de reafirmar su fe en el Dios de la Vida ante aquellos saduceos que le vinieron con una historia tan novelesca. Deja claro que Dios es Dios de vivos y no de muertos. Aunque no veamos, aunque no sepamos, confiamos en Dios y en él ponemos nuestra esperanza.

Quizá a nosotros no se nos va a poner en una prueba como la que tuvieron que pasar los siete hermanos macabeos. No se nos va a poner en el dilema de comer carne de cerdo o morir para defender nuestra fe. Pero la esperanza que nos anima en el Dios de la Vida y nuestra fe en el Reino se manifestará sin duda en nuestra forma de comportarnos aquí y ahora. El que vive en la esperanza de la resurrección va sembrando vida con sus palabras, sus gestos, sus decisiones... Es capaz de compartir lo que tiene y lo que vive porque se sabe hermano y compañero de camino en esta peregrinación hacia la casa definitiva, la del Padre, que es nuestra vida. Ahí es donde se juega nuestra fe y nuestra esperanza. No nos dejan paralizados y volcados hacia un futuro que no sabemos cuando llegará sino que nos hacen activos y comprometidos con la vida y la esperanza de nuestros hermanos y hermanas.

Como dice la segunda lectura, que Jesucristo, que nos ha regalado esta gran esperanza, nos dé fuerza para toda clase de palabras y obras buenas. Él nos dará la fuerza y la gracia necesarias para vivir ya aquí y ahora la esperanza de Vida sin necesidad de acudir a santones ni a milagreros ni a otras esperanzas falsas sino dando la mano a nuestros hermanos y hermanas para hacer juntos este camino hacia el Reino.

Fernando Torres Pérez cmf

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