sábado, 9 de octubre de 2010

Les devuelve la vida

Domingo XXVIII T. Ordinario. Ciclo C
2R 5, 14-17; Sal 97, 1-4; 2Tm 2, 8-13; Lc 17, 11-19

Este relato de curación que nos narra el Evangelio es mucho más rico de lo que a primera vista puede parecer. Está claro, en una primera lectura, que se trata de otro encuentro de alguien necesitado con Jesús. Ese encuentro, fortuito, les cambia la vida, es más, les devuelve la vida. En aquel tiempo ser leproso (o mejor dicho, ser considerado leproso, pues muchas veces no se trataba más que de alguna enfermedad de la piel) era como estar muerto. No se le permitía al aquejado de este mal tener relación alguna con los demás (a no ser que fueran otros leprosos), y sobre todo, se le impedía asistir al culto. Eran considerados impuros, no aptos para entrar en el templo… con lo que se les impedía tener una relación normal con Dios.

Eso, para un judío, era como estar muerto. Jesús tiene compasión, comprende la dura situación de estos diez, y los transforma. Pero en este texto tenemos un paso más: sólo uno comprende que la curación es un don, y vuelve para agradecerlo. Hasta aquí la lección es sencilla: hay muchos que no son capaces de reconocer lo que Dios hace por ellos, incluso siendo tan clara la situación como en este caso. Pero si hay algo que llame la atención es lo que Jesús remarca en su pregunta: se extraña de que sea precisamente un samaritano, un extranjero.

Y aquí puede arrancar una segunda lectura de este fragmento. Porque los samaritanos se distinguen de los judíos, entre otras cosas, en que su lugar de adoración es otro, no es el templo de Jerusalén. Este samaritano ha debido reconocer en el Maestro algo mucho más profundo. Él no iría al templo, pero tampoco quiere ir ya al monte Garizim. Ha comprendido que el verdadero lugar de culto es el mismo Jesús, en el que se unen de una manera singular Dios y hombre, en el que la divinidad y la humanidad se funden en un abrazo permanente y eterno. El Dios de la vida, el Dios que puede devolver la vida se ha hecho presente en el mundo, y se convierte, para el que es capaz de reconocerse pequeño y agraciado, en el único y verdadero lugar de culto, en el nuevo templo, en lo único ante lo que debemos ponernos de rodillas para adorar.

Emilio López Navas, sacerdote

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