sábado, 30 de octubre de 2010

Somos hijos amados de Dios

Domingo XXXI T. Ordinario. Ciclo C
Sb 11,22–12,2; Sal 144,1-2.8-9.10-11.13cd-14; 2Ts 1,11–2,2; Lc 19,1-10

Hay muchos que en la vida aspiran a subir de categoría social, de nivel, de riquezas. Pero también es verdad que en la más tradicional espiritualidad cristiana hay toda una línea que invita a la humillación, al abajarse, a sentirse siempre culpables y pecadores por todo. Parece que la única forma de presentarse ante Dios es la del publicano, haya o no haya razón suficiente. Hay que humillarse, hay que hozar en la herida de la culpabilidad. Sólo así podemos, parece, provocar la misericordia de Dios.

La primera lectura de este domingo nos pone ante una realidad muy diferente que me ha hecho recordar uno de los lemas que presidían una reunión de grupos de matrimonios en la que participé en mis primeros años de sacerdocio: “Dios no hace basura.” Aquel lema nos hizo recordar a todos –tan proclives a darnos golpes de pecho y a pensar que no somos nada, que todo lo hacemos mal, que somos culpables de todo– que somos criaturas de Dios, que Dios nos ha creado. Ese origen es el que nos hace valiosos. Todo ser humano es valioso porque es creación de Dios, porque es hijo o hija de Dios por más que con su comportamiento haya dañado o escondido esa realidad. Como dice la lectura de la Sabiduría: “en todos los seres está tu espíritu inmortal.”

Lo que veían en Zaqueo sus paisanos

Éste debería ser el punto de partida básico de nuestra relación con Dios: somos sus hijos, criaturas suyas, fruto de su amor; con los demás: son nuestros hermanos, son hijos de Dios como nosotros y dignos de su amor y del nuestro; y con la creación: aunque inanimada es fruto también de las manos de Dios, hay que respetarla y cuidarla porque forma parte del río de la vida que Dios ha creado.

A partir de aquí quizá sea más fácil comprender la actitud de Jesús ante Zaqueo, y ante los pecadores y marginados en general, ante todos los que sufrían de cualquier manera. La gente del pueblo de Zaqueo le veían como un explotador. No era precisamente amor lo que sentían por él. Hay que tener en cuenta que en aquellos tiempos el jefe de los publicanos, de los que cobraban los impuestos en nombre del Imperio Romano no eran simplemente empleados de Hacienda como en nuestros días. Los romanos tenían el estado reducido al mínimo y en lugar de tener un ejército de funcionarios subarrendaban el cobro de los impuestos.

Es decir, Zaqueo había firmado una especie de contrato por el que se comprometía a entregar a los romanos una cantidad determinada todos los años. El resto era su problema. ¿Se entiende por qué se dice de él que era un hombre rico? ¿Se entiende porque Mafalda dice en una de sus tiras geniales que “nadie puede amasar una fortuna sin antes hacer harina a los demás”? ¿Se entiende por qué sus paisanos lo veían como un explotador? Estoy seguro de que hoy conocemos también por el nombre a otros “explotadores”.

Lo que Jesús veía en Zaqueo

Pues bien, Jesús mira a Zaqueo y descubre en él otra realidad más profunda y determinante. Lo de ser explotador o rico o mala persona no pasa de ser un accidente, algo que puede cambiar y cambiará. Lo más importante es la realidad básica: es un hijo de Dios, es un hombre que necesita conocer la misericordia y el amor de Dios. Ha buscado la seguridad en sus riquezas, en la explotación a sus hermanos. Jesús le invita a volver a casa, a sentirse de nuevo como lo que es: hijo de Dios.

Esa cercanía provoca el cambio en Zaqueo. Devolverá con creces sus bienes a aquellos a los que ha robado, compartirá lo que tiene con los pobres. Jesús le ha descubierto su ser auténtico y se siente en familia con todos sus hermanos y hermanas. Hay que subrayar que el cambio no ha sido fruto de la amenaza del infierno. Tampoco Jesús ha hecho ningún tipo de denuncia profética dejando al descubierto la injusticia de su comportamiento. Jesús lo hace con los fariseos pero no en este caso. Aquí sólo se ha acercado a él y se ha auto-invitado en su casa. Zaqueo era un hombre que había encontrado la seguridad en sus riquezas pero era también, quizá por eso mismo, un marginado social. Jesús le ha integrado en la gran familia de los hijos de Dios, esa familia que no excluye a nadie. Por una razón simple: porque Jesús ha venido a buscar lo que estaba perdido.

Tendríamos que aprender de Jesús a mirar a nuestros hermanos con los mismos ojos que él nos mira. Y a nosotros mismos. Podemos haber hecho muchas cosas malas pero siempre seremos hijos de Dios. Nada ni nadie nos podrá quitar eso. Ni nosotros mismos. Nuestro valor no reside en lo que hacemos o no hacemos sino en el hecho de que somos fruto constante del amor de Dios. Por eso, como dice Pablo en la segunda lectura, oramos por los demás siempre para que su dignidad de hijos brille siempre, para que alumbre todo lo valioso que está en nuestro interior. Para que se manifieste lo que está escondido.

Fernando Torres Pérez cmf

sábado, 23 de octubre de 2010

Del mercadeo a la gratuidad

Domingo XXX T. Ordinario. Ciclo C
Eclo 35,12-14.16-18; Sal 33,2-3.17-18.19.23; 2Tm 4,6-8.16-18; Lc 18,9-14

Uno de los sentimientos más profundos de toda persona humana es el temor frente a la inseguridad, frente a lo desconocido, frente a lo que no controlamos. Por eso, una de las motivaciones más comunes para nuestras decisiones, para nuestros actos, es la búsqueda de una mayor seguridad. Trabajamos para ganarnos el pan de hoy y el de mañana, para estar seguros de que mañana vamos a poder seguir alimentándonos y vivir. Ponemos cerraduras en nuestras casas para estar seguros frente a la amenaza de lo desconocido que está al otro lado del recinto en que nos sentimos seguros. Es la misma razón por la que las naciones tienen ejércitos y policías para proteger sus fronteras. Esa seguridad, a todos los niveles, la pretendemos comprar con nuestro trabajo, con nuestro dinero, con nuestro esfuerzo.

Sin darnos cuenta esa misma motivación también funciona en nuestra relación con Dios. Buscamos la seguridad ante él, que Dios no sea una amenaza para nuestra vida. Queremos tenerle de nuestro lado. Y tenemos la tentación de querer comprar la benevolencia de Dios, de asegurarnos de que Dios está a nuestro favor. Más si tenemos en cuenta que Dios lo puede todo y lo sabe todo. Ante él no hay engaño posible. Hay que cumplir fielmente sus normas y condiciones. Sus reglas y mandamientos. Esa es la manera como podemos estar seguros. La idea de la condenación se aleja en la medida en que obedecemos su voluntad. Y nos aseguramos la salvación.

El fariseo compra la salvación

Hay personas que viven así su relación con Dios. Rezan rosarios, van a misa, cumplen con los mandamientos, aman al prójimo. Pero todo no es más que una forma de pagar el precio que cuesta la salvación. Dicho de otra manera, así se sienten seguros de tener la salvación eterna, de tener a Dios de su parte.

En el evangelio de este domingo se nos presenta así la figura del fariseo. Cumple con todas las normas y leyes. Hace incluso más de lo que está legalmente exigido. Por eso se siente seguro de poder levantar la cabeza frente a Dios. Él no es como los demás pecadores. Con todo su bagaje de cumplimiento, está convencido de que puede dirigirse a Dios de tú a tú. Y prácticamente exigirle la salvación. Ha pagado su precio. Lo normal es que obtenga a cambio lo que ahora se le debe: la salvación.

La verdad es que el fariseo no se ha enterado de nada. Se ha confundido de medio a medio. No se ha dado cuenta de que lo mejor de la vida no se compra sino que se encuentra regalado. Para empezar, Dios nos ha regalado la vida y la libertad y la conciencia. Y, sobre todo, la capacidad de amar y ser amados. Dios nos ha regalado su amor. El amor es el verdadero caldo de cultivo de la vida, de la felicidad, de la salvación. Y el amor siempre se regala. Nunca se compra. Nunca se puede comprar. Ni con todo el oro del mundo. Ni con todos los sacrificios ni misas ni rosarios ni ayunos ni oraciones ni...

El publicano experimenta la compasión de Dios

El publicano tiene conciencia de que no merece nada. Es un superviviente de la vida. Ha chapaleado en el barro tratando de mantener la cabeza fuera. No tiene ningún título ni privilegio que poner en la presencia de Dios. Sabe que sólo puede esperar y confiar en la compasión y en la misericordia del que le regaló la vida. Por eso se sitúa atrás, al fondo de la sinagoga y mantiene los ojos bajos. Sólo confía y espera. No tiene nada. Pero, precisamente por eso, sólo él puede experimentar la gratuidad del amor de Dios, que le sigue bendiciendo con la vida y abriéndole caminos de esperanza y de perdón. La paradoja está en que es el fariseo el que encuentra la salvación, la justificación, ante Dios mientras que el fariseo se va con las manos vacías. O mejor, se va con las manos llenas de muchos actos religiosos pero vacías de Dios.

La experiencia básica de la fe cristiana es el encuentro gratuito con Dios y con su amor manifestado en Cristo. Ese amor transforma la vida de la persona, le capacita para amar y para vivir agradecida. Todo lo que viene luego –cumplir las normas, participar en la eucaristía, orar con la Palabra, ponerse al servicio de los hermanos más necesitados– no es una forma de conseguir méritos ante Dios sino expresión y comunicación del amor sentido y experimentado, del amor recibido de Dios. El publicano volvió a su casa capacitado para amar porque se dejó llenar por la misericordia y la compasión de Dios. El fariseo volvió a su casa dispuesto a seguir cumpliendo normas y leyes que le dejaban siempre en un callejón sin salida en el que nunca se encontraba de verdad con el Dios del Amor y de la Vida.

Fernando Torres Pérez cmf

sábado, 16 de octubre de 2010

La insistencia de la viuda

Domingo XXIX T. Ordinario. Ciclo C
Ex 17, 8-13; Sal 120, 1-8; 2Tm 3, 14 - 4, 2; Lc 18, 1-8

La descripción del juez que tenemos en esta parábola no lo deja muy bien parado. Y sin embargo esa viuda consigue arrancar de ese corazón yerto algo bueno, con constancia y dedicación. En este mundo de hoy, en el que encontramos respuestas rápidas en internet, en el que comemos comida rápida y no queremos hacer cola para conseguir nada, el ejemplo de esta pobre mujer debería recordarnos la importancia de la insistencia.

CON PACIENCIA

San Agustín, en uno de sus sermones explica que hay que insistir en las peticiones que hacemos a Dios, porque puede parecer que tarde, pero lo hace porque “difiere darte lo que quiere darte para que más apetezcas lo diferido; que suele no apreciarse lo aprisa concedido”.

Pero a veces esa espera es demasiado larga; a lo mejor es que no pedimos lo que nos conviene, o no pedimos como conviene.

El santo de Hipona nos da un punto de luz en este caso: cuanto más pedimos lo que deseamos, más deseamos eso que pedimos, la petición aumenta nuestro deseo.

Seguramente la viuda del evangelio ha experimentado lo mismo, y al recibir la justicia de aquel desalmado, puede exultar de gozo. Y en otro lugar el obispo dice: “Bueno es el Señor, quien no siempre nos concede lo que deseamos, para concedernos lo mejor”.

Por aquí va la respuesta que quiere dar Jesús a todo este problema de la oración de petición: que Dios es precisamente lo contrario a ese juez; que Dios está pendiente de sus hijos, que quiere hacer justicia, que quiere que se le grite, que se entre en relación con Él… para darnos lo mejor, para hacer crecer en nosotros el deseo y para que comprendamos sobre todo que estamos en sus manos. En la Eucaristía, Dios nos habla, se nos acerca, se pone a tiro para que nosotros le pidamos; de hecho lo hacemos como comunidad respondiendo a su Palabra.

También le pedimos en la plegaria Eucarística. Sea como sea, la lección de hoy puede ser la siguiente: acompasa tu corazón al de Dios para que lo que pidas sea lo que te conviene; y pídelo tantas veces como lo necesites, para que cuando lo recibas hayas sido merecedor de ello y seas capaz de agradecerlo.

Emilio López Navas, sacerdote

sábado, 9 de octubre de 2010

Les devuelve la vida

Domingo XXVIII T. Ordinario. Ciclo C
2R 5, 14-17; Sal 97, 1-4; 2Tm 2, 8-13; Lc 17, 11-19

Este relato de curación que nos narra el Evangelio es mucho más rico de lo que a primera vista puede parecer. Está claro, en una primera lectura, que se trata de otro encuentro de alguien necesitado con Jesús. Ese encuentro, fortuito, les cambia la vida, es más, les devuelve la vida. En aquel tiempo ser leproso (o mejor dicho, ser considerado leproso, pues muchas veces no se trataba más que de alguna enfermedad de la piel) era como estar muerto. No se le permitía al aquejado de este mal tener relación alguna con los demás (a no ser que fueran otros leprosos), y sobre todo, se le impedía asistir al culto. Eran considerados impuros, no aptos para entrar en el templo… con lo que se les impedía tener una relación normal con Dios.

Eso, para un judío, era como estar muerto. Jesús tiene compasión, comprende la dura situación de estos diez, y los transforma. Pero en este texto tenemos un paso más: sólo uno comprende que la curación es un don, y vuelve para agradecerlo. Hasta aquí la lección es sencilla: hay muchos que no son capaces de reconocer lo que Dios hace por ellos, incluso siendo tan clara la situación como en este caso. Pero si hay algo que llame la atención es lo que Jesús remarca en su pregunta: se extraña de que sea precisamente un samaritano, un extranjero.

Y aquí puede arrancar una segunda lectura de este fragmento. Porque los samaritanos se distinguen de los judíos, entre otras cosas, en que su lugar de adoración es otro, no es el templo de Jerusalén. Este samaritano ha debido reconocer en el Maestro algo mucho más profundo. Él no iría al templo, pero tampoco quiere ir ya al monte Garizim. Ha comprendido que el verdadero lugar de culto es el mismo Jesús, en el que se unen de una manera singular Dios y hombre, en el que la divinidad y la humanidad se funden en un abrazo permanente y eterno. El Dios de la vida, el Dios que puede devolver la vida se ha hecho presente en el mundo, y se convierte, para el que es capaz de reconocerse pequeño y agraciado, en el único y verdadero lugar de culto, en el nuevo templo, en lo único ante lo que debemos ponernos de rodillas para adorar.

Emilio López Navas, sacerdote

sábado, 2 de octubre de 2010

Un plus de fe

Domingo XXVII T. Ordinario. Ciclo C
Ha 1, 2-3; 2, 2-4; Sal 94, 1-2. 6-9; 2Tm 1, 6-8.13-14; Lc 17, 5-10

Sabemos que los apóstoles eran un poco duros de mollera, por decirlo benévolamente. Conocemos sus meteduras de pata y sus incongruencias. Pero hoy han dado en el clavo: ellos comprenden que para responder como se debe a lo que Jesús está predicando, para corresponder a todo lo que el Maestro les ha enseñado en su vida pública necesitan un plus de fe. Y se lo piden directamente.

La respuesta del Señor nos puede parecer dura, pero en el fondo está diciéndoles que con un poco de fe se pueden hacer cosas muy grandes. La fe, según los que saben de estas cosas, es la respuesta que da el hombre a la revelación que Dios hace de sí mismo. ¿Cómo pedir que se aumente, si se supone que parte de nosotros? Pues porque como diría san Pablo, todo es don, todo viene del buen Dios, que es capaz de transformarnos si le dejamos. Pero debemos prestar atención, y no pecar de soberbia si vemos que vamos respondiendo como se debe. Porque somos siervos inútiles, porque si en nuestra vida hay cosas buenas, pequeños adelantos, o incluso mejoras a nivel de fe no es más que lo que tenemos que hacer. Decía san Ignacio en los Ejercicios Espirituales una verdad que se nos olvida: “el hombre es creado para alabar, hacer reverencia y servir a Dios nuestro Señor, y mediante esto, salvar su alma”. Si hacemos lo que tenemos que hacer, si cumplimos con nuestras obligaciones y respondemos a lo que se nos pide, eso no debe ser motivo de vanagloria, no podemos esperar nada, ¡para eso hemos sido creados! Otra cosa sería que sin buscarlo nos alabaran, o nos premiaran los hombres, pero lo que le interesa al Señor es la actitud interior que nos mueve, no lo que puedan pensar los otros, los que nos rodean. Por tanto, en tu vida, que es el primer regalo de Dios, trata de vivir como Dios quiere, respondiendo a tanto don que Él nos da, pero hazlo sabiendo que esa respuesta que le das es ya una gracia, y que como tal no la mereces.

Agradécela, vive de la fe, para no ser más que eso, un siervo inútil que ha hecho lo que tenía que hacer.

Emilio López Navas, sacerdote