sábado, 11 de septiembre de 2010

Parábolas de la misericordia

Domingo XXIV T. Ordinario. Ciclo C
Ex 32, 7-11.13-14; Sal 50, 3-4.12-13-17.19; 1Tm 1, 12-17; Lc 15, 1-32

Las parábolas de la misericordia, así se conoce a este capítulo quince de Lucas. Ya el comienzo nos prepara para lo que viene: el auditorio es múltiple y diverso. Recaudadores y pecadores por un lado, fariseos y letrados por otro. Después, dos parábolas breves y muy parecidas: la oveja y la moneda perdidas. Y al fin, la que todos esperamos: el hijo pródigo. Hagamos un ejercicio, busquemos diferencias y similitudes. ¿dónde se pierde la oveja? ¿y la moneda?

Una, en el campo, fuera; la otra, en la casa, dentro. Así son también los hermanos: el pequeño se ha perdido fuera, se ha gastado toda la herencia, ya no se siente hijo, y quiere ser un siervo… pero es que el mayor no anda mucho mejor, y eso que vivía en casa.

Ha eliminado de su vida la fraternidad, "ese hijo tuyo", y también su filiación, "tantos años que te sirvo". Al final, es el Padre el que encuentra, el que sale a buscar y los recupera a los dos, no sin esfuerzo. Un último detalle: si recordamos el auditorio, tenemos a dos grupos diversos: los pecadores “públicos”, que son los que se han perdido fuera; y los que están dentro, los que están siempre en la casa del padre, pero que igualmente se han despistado, y no sienten a los demás como hermanos, y no han descubierto la ternura de un Dios Padre. Podríamos sacar muchas conclusiones de este breve análisis.

Nos quedamos con tres; primero: no importa dónde estemos, si fuera o dentro, nos podemos perder si no mantenemos el contacto con el Padre. Segundo: cuidado con la envidia, con los celos; nos solemos identificar más con el hermano pequeño, pero os aseguro que ya hemos crecido todos un poco; intentemos vivir de la alegría que da reconciliarse con Dios y de la alegría de recibir de nuevo a hermanos que vuelven deshechos.

Y tercero, aprendamos que es el amor del Padre lo que recupera, lo que hace que las relaciones de fraternidad tomen su justo puesto, lo que hace que seamos de verdad hermanos, y por lo tanto, hijos de un mismo Dios Padre y Madre.

Emilio López Navas, sacerdote

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