sábado, 28 de agosto de 2010

Pásale a Él la cuenta

Domingo XXII T. Ordinario. Ciclo C
Si 3, 17-18.20.28-29; Ps 68; Eb 12, 18-19.22-24a; Lc 14, 1.7-14

El tema de la humildad es un tema eminentemente humano y evangélico. Jesús, partiendo de un hecho real, exhorta a que nadie se ensalce por su cuenta: "el que se ensalza será humillado y el que se humilla será ensalzado” (Lc 14,11) y en los últimos versículos del texto evangélico de este domingo nos da otro consejo valioso: cuando organices una comida, no invites a quienes te pueden invitar a ti, sino a los que no pueden hacerlo; entonces el mismo Dios será quien te pague más tarde: pásale a Él la cuenta.

VIVIR LA HUMILDAD

Todo cristiano está llamado a participar activamente en el misterio de Cristo, es decir: en su muerte y en su resurrección, en su humillación y exaltación. Por eso ha de vivir la humildad, a ejemplo de su Maestro. Nadie que no sea verdaderamente humilde, pobre y vacío de sí mismo, puede ser bienaventurado en el Reino de Dios (Mt 5,4). Todos deben imitar a Cristo en esa humildad y en las consecuencias que de ella se derivan.

Una de esas consecuencias es el servicio incondicional al prójimo. Si alguna persona ha habido en el mundo que no fuera por naturaleza siervo, sino Señor, esa persona es Cristo. Lo proclamamos en la Liturgía: “Sólo Tú, Señor, Jesucristo”. Sin embargo, Cristo, Señor, Rey y Dios, se puso al servicio de todos. Servidor perfecto del Padre. Desde el “heme aquí” hasta el “Padre, en tus manos”, toda la vida de Jesús fue un acto continuo de servicio y entrega a la voluntad del Padre.

El humilde “siervo de Dios” se hizo también servidor incondicional del hombre: Servidor en la Encarnación: despojándose de su condición divina y tomando la forma de esclavo. Servidor en Nazaret: “sujeto a María y José”. Servidor de todos: lavando los pies a sus discípulos. Siguiendo el ejemplo de Cristo, el cristiano ha de estar siempre disponible para el servicio de Dios en los hermanos.

En la Encarnación Cristo se hizo hombre, en la Eucaristía “se hace pan y vino”: no cabe mayor humillación. Cristo está en la Eucaristía para seguir sirviendo al hombre, siendo su alimento y compañero. Cristo en la Eucaristía es la prenda más segura del supremo servicio al hombre: de su salud eterna, de su seguridad de llegar a la casa del Padre.

José A. Sánchez Herrera, sacerdote

sábado, 21 de agosto de 2010

Se sentarán a la mesa en el Reino de Dios

Domingo XXI T. Ordinario. Ciclo C
Is 66, 18-21; Sal 116, 1-2; Hb 12, 5-7.11-13; Lc 13, 22-30

El tema del Reino es el tema primordial de la predicación de Jesús. Y en toda la Biblia ocupa un lugar de privilegio. ¿Cuál es la verdadera naturaleza de ese Reino de Dios?

No es un reino temporal. Los judíos interpretaban la predicación profética sobre el Reino de Dios de una manera casi exclusivamente terrena y temporal. Por eso se escandalizan y desconciertan completamente cuando viene Jesús anunciando “un reino que no es de este mundo”. No es un reino exterior y visible. Las palabras de Jesús son terminantes en este punto: “El Reino de Dios está dentro de vosotros” (Lc 17,21). No es reino de privilegiados, sino de servidores. No es un reino impuesto por las armas, sino un reino pacífico, humano, libre: un reino de hijos. Por oposición a aquel reino temporal exterior, fulgurante y espectacular, que esperaban los judíos, el verdadero Reino de Dios es, ante todo: Espiritual, interior, hasta el punto de hacer innecesaria la restauración del reino de David.

Gratuito, puro y simple “don de Dios”. Nadie puede merecerlo ni alegar títulos. Libremente contrata Dios a los obreros de su viña, y les da a todos el mismo sueldo (Mt 20, 1-16). Reino no terminado, sino siempre haciéndose. Por eso Jesús no cesa de compararlo a la semilla, al grano de mostaza, a la levadura. Si es cierto que con la venida de Cristo, el Reino de Dios ha llegado, está ya en la tierra, también lo es que cada uno de los hombres ha de ir realizándolo poco a poco, en sí mismo, para extenderlo después a los demás hombres, en fases sucesivas y sin atropellar los planes de Dios. Reino con implicaciones temporales.

Aunque el Reino predicado por Jesús es ante todo espiritual, atemporal y de arriba (Jn 18,36), esto no quiere decir que no tenga derivaciones hacia lo temporal, humano y de acá abajo. Jesús viene a salvar al “hombre entero”. Reino peregrino, en marcha difícil hasta su plenitud. Sólo al final de los tiempos ese Reino de Cristo se manifestará en todo su esplendor. Entonces se consumará la Pascua.

Todos los hombres del mundo son llamados por Dios a entrar en su Reino, y a todos se les concede de hecho la posibilidad de entrar en él. La condición para entrar: Cumplir la voluntad del Padre, especialmente el gran mandamiento del amor (Mt 25,34). La vigilancia, perseverancia y esfuerzo. (Mt 6,21)

Este Reino de Dios está ya presente en medio de nosotros desde la venida de Cristo; pero mientras llega en plenitud hay que ir construyéndolo día a día en nosotros y en los demás. Nada será tan eficaz para ello como celebrar la Eucaristía, donde comemos y bebemos “el Pan y el Vino del Reino”, que nos da energía para cumplir sus exigencias. La Eucaristía es la garantía, “las arras” dadas por Cristo de que un día nos sentaremos con Él en su Reino.

José A. Sánchez Herrera, sacerdote

sábado, 14 de agosto de 2010

Me felicitarán todas las naciones

Domingo T. Ordinario. Ciclo C - La Asunción de la Virgen María
Ap 11, 19.12,1-6.10; Sal 45, 10-12.16; 1Co 15, 20-27; Lc 1, 39-56

Todo grupo humano tiene sus personajes representativos. Nosotros, la comunidad de Jesucristo, también tenemos los nuestros, son los santos. Y entre los santos: La Santísima Virgen María intercede por nosotros y es modelo de identificación cristiana.

Contemplemos en esta solemnidad de la Asunción la humanidad de María, su fe confiada, su eclesialidad solidaria y su espiritualidad transformadora. Su madurez humana gira alrededor de su maternidad. Es una maternidad sin antojos, en la que Ella, la bendita entre las mujeres, la feliz por su fe, no se olvida de servir. María no separa, porque es absolutamente inseparable, la espiritualidad del compromiso de vida nueva que la acción del Espíritu Santo provoca.

Esta actitud de servicio es una constante en toda su existencia. Un servicio responsable que le hace buscar y cuidar a su hijo, Hijo de Dios pero hijo suyo. Todo de Dios y muy humano, en la fragilidad y en el desamparo de un niño. Santa María de la normalidad de cada día y de todos los días. Educando, velando, acompañando solícita los pasos de Jesús. Madura y fiel en toda situación. Sin rajarse nunca. También al pie de la Cruz.

La humanidad la hizo madre, la fe la hizo madre de Dios. Su naturaleza humana posibilita la maternidad, pero es la fe la que la hizo madre del Salvador. La confianza de María en el Dios de las maravillas y en las maravillas de Dios, la expresa en su estilo de oración. Una oración que ayuda a descubrir las huellas del Creador en todos y cada uno de los acontecimientos de la vida. Por eso María “consevaba esas cosas en su corazón”.

La fe que se hace fidelidad. Es fiel en la propuesta desconcertante de Dios en la Anunciación. Es fiel en la cotidianidad y permanece fiel en el momento clave de la Cruz, sin ver todavía la luz de la Resurrección. María cree. Participa activamente en el nacimiento de la Iglesia y nos anticipa con esta solemnidad que celebramos la Plenitud de la Iglesia. María la primera redimida por Cristo vencerá como anticipo que nos llena y nos inunda de esperanza “a lo bestia”. La humanidad redimida por la sangre del Redentor alcanza por sus méritos, esa fuerza que vence al mal y a su Príncipe en este mundo.

María asumpta al cielo. Anticipo de la victoria total: la persona humana integralmente será salvada y lo que para nosotros es anuncio y esperanza en Ella es realidad total. Con Ella y como Ella todos los hijos de Eva superaremos la condición de “desterrados en este valle de lágrimas” para alcanzar como hijos de Dios e hijos de María la condición de peregrinos a la casa de Dios y a recibir el título de ciudadanos del cielo.

José A. Sánchez Herrera, sacerdote

sábado, 7 de agosto de 2010

Los necesitamos más que nunca

Domingo XIX T. Ordinario. Ciclo C
Sb 18, 6-9; Sal 32, 1.12.18-19.20.22; Hb 11, 1-2.9-19; Lc 12, 32-48

Las primeras generaciones cristianas se vieron muy pronto obligadas a plantearse una cuestión decisiva. La venida de Cristo resucitado se retrasaba más de lo que habían pensado en un comienzo. La espera se les hacía larga. ¿Cómo mantener viva la esperanza? ¿Cómo no caer en la frustración, el cansancio o el desaliento?

En los evangelios encontramos diversas exhortaciones, parábolas y llamadas que sólo tienen un objetivo: mantener viva la responsabilidad de las comunidades cristianas. Una de las llamadas más conocidas dice así: «Tened ceñida la cintura y encendidas las lámparas». ¿Qué sentido pueden tener estas palabras para nosotros, después de veinte siglos de cristianismo?

Las dos imágenes son muy expresivas. Indican la actitud que han de tener los criados que están esperando de noche a que regrese su señor, para abrirle el portón de la casa en cuanto llame. Han de estar con «la cintura ceñida», es decir, con la túnica arremangada para poder moverse y actuar con agilidad. Han de estar con «las lámparas encendidas» para tener la casa iluminada y mantenerse despiertos.

Estas palabras de Jesús son también hoy una llamada a vivir con lucidez y responsabilidad, sin caer en la pasividad o el letargo. En la historia de la Iglesia hay momentos en que se hace de noche. Sin embargo, no es la hora de apagar las luces y echarnos a dormir. Es la hora de reaccionar, despertar nuestra fe y seguir caminando hacia el futuro, incluso en una Iglesia vieja y cansada.

Uno de los obstáculos más importantes para impulsar la transformación que necesita hoy la Iglesia es la pasividad generalizada de los cristianos. Desgraciadamente, durante muchos siglos los hemos educado, sobre todo, para la sumisión y la pasividad. Todavía hoy, a veces parece que no los necesitamos para pensar, proyectar y promover caminos nuevos de fidelidad hacia Jesucristo.

Por eso, hemos de valorar, cuidar y agradecer tanto el despertar de una nueva conciencia en muchos laicos y laicas que viven hoy su adhesión a Cristo y su pertenencia a la Iglesia de un modo lúcido y responsable. Es, sin duda, uno de los frutos más valiosos del Vaticano II, primer concilio que se ha ocupado directa y explícitamente de ellos.

Estos creyentes pueden ser hoy el fermento de unas parroquias y comunidades renovadas en torno al seguimiento fiel a Jesús. Son el mayor potencial del cristianismo. Los necesitamos más que nunca para construir una Iglesia abierta a los probemas del mundo actual, y cercana a los hombres y mujeres de hoy.

José Antonio Pagola