sábado, 31 de julio de 2010

Pobre por amor

Domingo XVIII T. Ordinario. Ciclo C
Qo 1, 2;2,21-23; Sal 89, 3-6.12-14.17; Col 3, 1-5.9-11; Lc 12, 13-21

Nadie puede negar que las riquezas tienen sus funciones, ventajas y peligros, no sólo para el bien individual, sino también para la salvación social y humana actual. Ciertamente que “la riqueza es un bien” y Dios no quiere que el mundo sea pobre, sino rico.

Vemos que el dinero no siempre es don de Dios. Es evidente en el caso de riquezas mal adquiridas, amasadas con injusticias, rapiñas, sobornos, trampas y explotaciones ajenas. Y es siempre “mal adquirida” la riqueza que acaba por excluir a la gran masa humana de esas mismas riquezas, a favor de unos cuantos privilegiados.

La riqueza tiene dos dimensiones fundamentales: servir al propio dueño y servir al bien común de la sociedad, de los hombres y pueblos menos favorecidos (PP 48-49). Ahora bien: La concentración en manos de unos pocos no cumple este servicio al bien común de todos que es el fin primario y esencial de todos los bienes creados (GS 69).

La riqueza, por desgracia, frecuentemente no acerca al hombre a Dios, sino que lo aparta de Él: lo hace orgulloso, altanero, autosuficiente. El gran riesgo y pecado mayor de la riqueza es no servir a los demás.El hombre es siempre lo primero. “Creyentes y no creyentes están de acuerdo en este punto: todos los bienes de la tierra deben ordenarse en función del hombre, centro y cima de todos ellos” (GS 12).

Por faltar este deber, el Evangelio habla abiertamente del “dinero inicuo” (Lc 16,9) y Santiago se convierte en unos de los más exigentes profetas sociales. “El jornal de los obreros…, desfraudados por vosotros, clama, y los gritos de los segadores han llegado a los oidos del Señor” (Sant 5,1-5).

San Pablo escribe a los corintios: “Conocéis la gracia de Nuestro Señor Jesucristo que, siendo rico, se hizo pobre por amor nuestro, para que vosotros fueseis ricos con su pobreza” (2Cor 8,9). En la Eucaristía aparece Jesús en su máxima pobreza y en su “insondable riqueza”: pobreza de unos signos humildes y sencillos como el pan y el vino, para comunicarnos toda su riqueza infinita.

La Eucaristía ha de ser para nosotros una vivencia eficaz de nuestra fraternidad: que los que comemos el mismo pan lo sigamos comiendo en la vida, siendo de verdad hermanos, también en el uso y reparto de las riquezas que ese Dios que aquí recibimos ha creado para todos los hombres, hijos suyos.

José A. Sánchez Herrera, sacerdote

sábado, 24 de julio de 2010

Mi cáliz lo beberéis

Domingo Solemnidad Santiago Apóstol T. Ordinario. Ciclo C
Hch 4, 33; 5, 12.27-33; 12.2; Sal 66, 2-8; 2 Cor 4, 7-15; Mt 20, 20-28

Dos partes tiene el trozo evangélico de este domingo, Solemnidad del Apóstol Santiago: La primera es la petición de Salomé, la madre de los hijos del Zebedeo, Santiago y Juan que motiva una respuesta de Jesús. La segunda es la indignación que la súplica materna produce en los demás apóstoles, lo que provoca una nueva intervención de Jesús sobre la autoridad como servicio, siguiendo su ejemplo que vino a servir y no a ser servido.

“Beber el cáliz” es una metáfora biblica con que se alude a la Pasión del Señor. “Mi cáliz, sí lo beberéis”. Santiago fue martirizado por Herodes Agripa hacia el año 44 en Jerusalén.

Santiago el Mayor es, junto con su hermano Juan y con Pedro, uno de los tres “íntimos” de Jesús, testigo de su transfiguración y de su agonía en Getsemaní. Su carácter fogoso, como el de su hermano, les mereció de Jesús el sobrenombre de “hijos del trueno”. Por eso no vacila en contestar a Jesús que está dispuesto a sufrir con Él: “beber el cáliz”. Después de una vida infatigablemente apostólica fue martirizado.

El peso de una tradición multisecular une a Santiago con la fe de los españoles, con la aparición de María en Zaragoza y con el sepulcro del Apóstol en Compostela. La cristiandad medieval europea recorrió con fervor el Camino de Santiago; y los “Años Santos” celebrados periódicamente despiertan esta tradición.

La figura de Santiago Apóstol tiene mucho de ejemplaridad para nuestra fe. Santiago fue mártir de Cristo; reprodujo en sí la pasión de Cristo, “bebió su cáliz”, y entendió su autoridad apostólica como servicio. La figura del Apóstol, itinerante como la Iglesia misma, puede orientar nuestro momento histórico.

José A. Sánchez Herrera, sacerdote

sábado, 17 de julio de 2010

La mejor parte

Domingo XVI T. Ordinario. Ciclo C
Gn 18, 1-10a; Sal 14, 2-5; Col 1, 24-28; Lc 10, 38-42

El diálogo de Jesús con Marta y María es aprovechado una vez más por el evangelista san Lucas para resaltar el valor de la escucha de la Palabra de Dios.

Sin entrar en la teoría del valor de la contemplación sobre la acción, que se ha querido ver en las dos actitudes opuestas de Marta y María, lo cierto de la anécdota es que el Reino de Dios no puede dejarse distraer por una preocupación demasiado exclusiva por las realidades terrenas. Por otra parte escuchar la palabra de Dios es todo menos ociosidad.

Cristo quiere llevar a la preocupación de Marta la idea fundamental de su vida y ministerio: El reino de Dios. Sólo hay una cosa importante ante la cual todo lo demás debe ceder en importancia. Saber elegirlo es acertar.

El gran escritor Miguel Delibes en su novela “Parábola del náufrago”, nos hace caer en la cuenta, contra lo que se pudiera creer, que el náufrago no es tanto el hombre del mar cuanto el hombre de tierra.

¿Náufrago de qué, de quién? De sí mismo y de las cosas que lo rodean y le envuelven. Nunca como hoy el hombre está fuera de sí mismo, del ambiente y de las cosas que ha creado. Presiones y represiones, agresividades, medios de comunicación, sociedad de consumo, compras a plazos, etc., hacen del hombre un náufrago. Es urgente arbitrar un salvamento de hombres y de ideas que libren al hombre del naufragio. Creo que es hoy la tarea más necesaria y urgente, librar al hombre dándole al mismo tiempo equilibrio, la medida y la tensión justa para vivir.

El Evangelio nos proporciona la fórmula de este equilibrio, medida y tensión. Marta y María conjugan admirablemente la fórmula. Nos dan un sentido de la paz, de la amistad y de la hospitalidad familiar. De la vuelta a los valores sencillos y elementales. Pero, sobre todo, ponen en tensión su vida por algo que trasciende: La Palabra de Dios, el Reino de Dios. Y en esta ocasión Cristo deliberadamente acentúa esta tensión por lo necesario y principal: “una sola cosa es necesaria”. ¿Para qué perderse y naufragar en tantas cosas? ¿No es hoy más indispensable que nunca volver a esta cosa única y necesaria de que nos habla Cristo? Precisamente la Eucaristía es un signo del reino de los cielos. Al mismo tiempo anticipa la realidad futura de un cielo y una tierra nueva al final de los tiempos.

José A. Sánchez Herrera, sacerdote

sábado, 10 de julio de 2010

Salirse del camino

Domingo XV T. Ordinario. Ciclo C
Dt 30, 10-14; Sal 68, 14-17.30-37; Col 1, 15-20; Lc 10, 25-37

La parábola del samaritano no es tan sólo una bella creación literaria con una lección de moral filantrópica. Es más, mucho más; es el ejemplo vivo de una persona.

Este samaritano es Cristo, expresión del amor de Dios a toda la humanidad. Convertirse es romper con el camino que hemos tomado, y por eso tiene las características de arrepentimiento, de petición de perdón `por el itinerario llevado hasta hoy. La conversión significa también tomar una nueva senda. Creer en el Evangelio, en la Buena Nueva, forma parte de esta toma de un nuevo camino.

Para ilustrar esta ruptura y nueva toma de camino nos encontramos con la parábola del samaritano. La pregunta que hace a Jesús un doctor de la Ley es: “¿Quién es mi prójimo? Jesús le contesta con la parábola. El texto dice que el samaritano “se compadeció” del herido. Cuando todos esperamos que Jesús diga o sugiera que el prójimo es el herido. Jesús pregunta: “¿Quién es el prójimo de este herido?” Es decir, que el prójimo es uno de nosotros, no el herido. Y el doctor de la ley le dice “El samaritano”. Es decir, aquél que al aproximarse al herido lo convirtió en su prójimo. Prójimo no es aquél que yo encuentro en mi camino, sino aquel en cuyo camino yo me coloco. La “proximidad”, requiere una salida del camino.

El interrogante “¿Quién es mi projimo?” nos parece evidente, pero Jesús considera que esa no es la pregunta correcta. Lo que la parábola nos enseña no es solamente que hay que socorrer al otro, sino que hay que entrar en otro mundo. Salir de mi mundo y entrar en el mundo del otro, del herido.

En la Eucaristía, de un modo maravilloso este divino samaritano desciende hasta nosotros. Se hace hermano nuestro para que nosotros nos podamos hacer prójimos de tantos heridos en los bordes de los caminos de la vida.

José A. Sánchez Herrera, sacerdote

sábado, 3 de julio de 2010

Vuestros nombres están inscritos en el cielo

Domingo XIV T. Ordinario. Ciclo C
Is 66, 10-14c; Sal 65, 1-5.16.29; Ga 6, 14-18; Lc 10, 1-12.17-20

Sorprendernos caminando tras las huellas de Jesús. En la “tempestad” del mundo contemporáneo, la clave es: volver a Jesús. Después de haber iniciado a los discípulos en la profundidad y en las exigencias, Jesús los envía en misión. No espera a tenerlos formados del todo, los envia y a la vuelta los educa a partir de lo que han vivido y experimentado, de sus logros y de sus aparentes fracasos.

Revisa con ellos y los inicia en la acción y la contemplación. Los setenta y dos misioneros son enviados a anunciar la presencia del Reino de Dios. El poder de curar enfermos, el saludo de la paz, las normas sobre la pobreza y el hospedaje, se supeditan o están en función de esa misión-base. El evangelio de san Lucas acentúa la pobreza evangélica de los “misioneros”.

Los enviados son prevenidos también para las dificultades del anuncio del Reino: la persecución y el rechazo. Otro rasgo característico de la misión será su carácter itinerante, siempre en el camino del Reino, frente a la tentación de “instalarse”. El final del texto nos relata la vuelta gozosa de los discípulos. Cristo concluye: “estad alegres porque vuestros nombres están inscritos en el cielo”. En cada Eucaristía, Cristo Jesús, vida nuestra nos alimenta y nos envia a la misión.

José A. Sánchez Herrera, sacerdote