sábado, 27 de marzo de 2010

Jerusalem para alcanzar la meta

Domingo Ramos . Ciclo C
Is 50, 4-7; Sal 21, 8-9.17-24; Flp 2, 6-11; Lc 19, 28-40

Queridos amigos: ¡Por Fin! Sí. Ya hemos llegado. Y lo más importante es si hemos llegado con nuestros hermanos, nuestras comunidades, de la mano del Señor. Atravesado nuestro desierto cuaresmal, hoy celebramos la entrada de Jesús en Jerusalén para celebrar la Pascua.

Domingo de Ramos, entrada triunfal en la Ciudad Santa. ¡Hosanna al Hijo de David! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor! Entrada triunfal; bueno, más bien profética, donde los creyentes de aquel momento reafirmaron su fe en el Dios que salva, a través de la persona de Jesús. Cristo entra en Jerusalén aclamado por todos nosotros, aunque muchas veces no nos damos cuenta de que entra para dar su vida en rescate por muchos. La dignidad de Jesús estuvo en sí mismo, en su grandeza y calidad humana, en la profunda y muy peculiar experiencia de Dios, su Padre. Su más grande legado fue Él mismo y su manera de vivir ante Dios y ante los demás. La novedad de Jesús no está en los dones que ofrece, sino en el amor por el cual Él se ha entregado.

Por eso san Pablo, en su carta a los filipenses, nos invita a vivir en el amor, a no hacer nada por vanagloria, a practicar la humildad y a apreciar los valores de los demás, aun más que los propios. A buscar el bien común, impulsados por los mismos sentimientos que tuvo Cristo, cuya grandeza consistió en que: “Siendo de condición divin... tomó la condición de esclavo… y se humilló haciéndose obediente hasta la muerte y una muerte de cruz.”

Entrando en la ciudad Santa, Jesús nos enseña que la grandeza del hombre está en la humildad con la que siempre vivió Él y en la forma como permitió que, por medio de su Palabra y de su obra, Dios manifestara su amor misericordioso a toda la humanidad. Cuando hablaba, no lo hacía para ser alabado, sino para enseñarnos el camino de su Padre Dios. No dio fórmulas mágicas para la vida, sino que vivió como uno de tantos, como un hombre cualquiera, con una gran diferencia: lo hizo todo con la grandeza y humildad de quien sabe amar de verdad, hasta dar su vida por cada uno de nosotros. Sin duda, podemos aplicarle el cántico del Siervo de Yahvé que nos presenta el profeta Isaías en la primera lectura.

Él estuvo siempre atento a la voz de Dios. Nunca dio la espalda a las injusticias ni al dolor humano. Dio aliento al abatido, y puso en riesgo su propia vida para guardar la nuestra. Su vida comprometida en cumplir la voluntad del Padre lo hizo sudar sangre, como lo afirma Lucas en la Pasión que leemos este año. Lo llevó a asumir la cruz, no porque la buscara sino porque era una consecuencia lógica de su compromiso con la vida y un camino necesario para llegar a la victoria final.

Hoy, cuando muchos de nosotros vamos a salir a las calles con ramas de olivo aclamando a Jesús, aprendamos a caminar tras Él y asumamos como propios su causa y su compromiso por la vida y el hombre. Vivamos con intensidad esta Semana Santa, participemos de la Oración de la Iglesia, de la Misa Crismal en la Catedral. Comamos la Cena del Señor. Adoremos su cruz Salvadora y gritemos después de tres días ¡Cristo ha RESUCITADO! Feliz y Santa Semana.

Gonzalo Martín Fernández, sacerdote

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