sábado, 2 de enero de 2010

Seamos luz que conduzca a Jesús



Domingo II Navidad. Ciclo C
Si 24, 1-4.12-16; Sal 147, 12-15.19-20; Ef 3-6.15-18; Jn 1, 1-18

Hoy contemplamos, nuevamente, el misterio de la Navidad, pero desde una dimensión más teológica y poética. El prólogo del cuarto evangelio tiene su origen en un antiguo himno cristiano, a modo de villancico, que expresaba y celebraba la fe de la comunidad en Cristo, como Palabra eterna de Dios, su origen intemporal, su categoría divina y su influencia en el mundo y en la historia. El evangelista lo adoptó, haciendo algunas modificaciones.

Dios tenía un proyecto: la nueva humanidad divinizada, reflejo de lo que será el Hombre Jesús. Solidario con nosotros, en un amoroso vuelo, bajó para encarnarse en las entrañas de una mujer: “La Palabra se hizo carne”. Es la afirmación más profunda de la teología cristiana.

Las tinieblas quisieron, pero no pudieron sofocar la luz. Es el misterio de la Encarnación, difícil de aceptar en el ayer (docetismo, arrianismo, monofisismo, monotelismo…) y en el hoy de la Iglesia. Encarnarse es bajar y meterse en el fango, en el drama del mundo, en el lugar más bajo y humilde, ¡como un amigo! La palabra carne, en griego “sarx” –¡cómo la dice D. Manuel Pineda!– manifiesta el abajamiento, la kenosis, la humillación de que nos habla Pablo en su carta a los filipenses (2, 6-8).

Acampó, como uno más: nació niño, como todos, y pobre, como la mayoría. Escogió el camino de la humildad y del servicio, de la solidaridad y de la misericordia.

La Palabra no se encerró en los libros ni en el Templo, sino que se alojó en la calle de la Humanidad, como pan de vida (Jn 6,22-58) y agua viva (Jn 4,10-16) para el hambre y la sed de la gente y como luz del mundo. Pero “vino a su casa y los suyos no lo recibieron”. La causa del rechazo fue la ceguera para ver y amar a Jesús.

¿Y nosotros? ¡La Palabra se sigue encarnando en el pobre, en el enfermo, en todos los hombres! (Mt 25, 31-46). “Y hemos contemplado su gloria”. Esa gloria de Dios se revela en el servicio que se ofrece desde lo más bajo. Es quitarse el manto, como Jesús, coger la toalla y ponerse a lavar los pies, servir al prójimo para que viva feliz. “Los que reciben la Palabra pueden llegar a ser hijos de Dios”. “Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!

Que el Señor nos acompañe cada día en este año que comienza y que el encuentro de los domingos en la Eucaristía sea signo, acción de gracias y experiencia de esta compañía. Que venga a nosotros el Reino. ¡Sed felices!

Antonio Ariza, sacerdote

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